martes, 11 de diciembre de 2012

Una fría mañana de diciembre...

Van cayendo las últimas hojas del otoño. El suelo cubierto por un manto marrón, los coches revestidos de escarcha, la gente abrigada hasta las cejas. Pitillo en mano, Arturo emprende su trayecto hacia el trabajo. Le han rebajado el sueldo, la empresa le debe tres meses de nómina, el banco amenaza con dejarlo en la calle (a él y a su familia) si no le paga lo que debe de hipoteca. Aún con todo, como buen padre de familia, se infla a realizar horas extras no remuneradas para un jefe que ni siquiera sabe que existe más allá de las cifras que en oficinas le supone. Cada día, Arturo llora delante de las secretarias del hijo de puta que le debe el dinero de sus esfuerzos por cobrar aunque sólo sea un mes y poder poner un plato de comida encima de la mesa para sus hijos. Cada día, antes de realizar sus doce horas de jornada laboral, se recorre un polígono industrial carpeta en mano repartiendo currículums, aguantando las risas de los empresarios al recogérselo por mera cuestión de ética. Sus zapatos llenos de agujeros, el abrigo raído y un gorro de lana medio desgastado no abrigan lo suficiente en estos días de diciembre.

Como decía, tras repartir su tanda de treinta papeles rellenos con su foto, sus estudios universitarios y de postgrado, y su larga trayectoria profesional, se coloca en la parada del autobús camino de la agencia de marketing para la que trabaja. Le asignan una zona, y acude presto al barrio en cuestión para dedicar la mitad de su vida a llamar de puerta en puerta intentando convencer a la gente de que los seguros que vende no tienen competencia. Tiene un sueldo fijo y además cobra comisiones. No se le da nada mal y está entre los que más ventas realiza. Es de los más veteranos en la empresa, puesto que con las malas condiciones ofrecidas nadie aguanta demasiado tiempo. Pero Arturo está mayor, peina demasiadas canas y su frente relata una larga y jodida vida por medio de sus arrugas. Sus ojos grises expresan la mayor de las pesadumbres, y cada día se pregunta por qué no ha mandado a la mierda todo y ha salido volando como tantos cerebros. La respuesta viene de inmediato a su mente: tiene esposa, en paro, tres hijos estudiantes que ojalá y lleguen a conseguir algo en su vida y no como el fracasado de su padre, una hipoteca que pagar, no tiene edad ya para empezar de cero y su única preocupación es salir adelante.

Bien entrada la noche, regresa a su hogar junto a los suyos, da un beso a su mujer en la mejilla y le dice que hoy tampoco hubo suerte, que el jefe dice estar atravesando un bache y que no se preocupe que pronto cobrará todo lo que le debe. Todo esto sin reprimir sus ganas de llorar. Se sienta toda la familia en la mesa y se sirven los platos de la cena. Un poco de arroz flotando en un montón de caldo. Sin condimentos, sin carne, sin otro añadido que el de la sensación de pobreza que inunda los rostros de los hijos. El arroz, la pasta y la patata resultan bastante económicos a la vez que contienen un gran aporte energético. Pero ya apenas queda dinero incluso para eso.

Después de cenar, los niños se van a la cama. La mujer de Arturo le enseña una carta del banco. Les va a llevar a juicio y a quitar lo poco que tienen. Ambos se pasan la noche llorando, hasta que suena de nuevo el despertador para nuestro protagonista.

En vez de coger la carpeta de todos los días, sale directamente en dirección al trabajo. Hoy no repartirá más currículums, hoy no perderá más el tiempo ni le llorará a ninguna secretaria. Hoy se presentará directamente en el despacho de su jefe a ponerle las cosas claras.

Llega al lugar pero el susodicho no entra hasta las doce. Vive bastante bien el jodido. Arturo se sienta en la sala de espera, mirando a través de la ventana que da al aparcamiento VIP. Suerte que no tiene dinero para servirse un café en la máquina porque ya se encuentra demasiado alterado. Ve llegar y aparcar el Porsche de aquél cabrón, y a éste apearse del vehículo con su traje de 800 euros, sus zapatos de 500 y una protituta colgada de cada brazo. Entran al edificio y él espera impaciente el momento del encuentro.

Con aire arrogante entran los tres en su despacho mientras nuestro amigo lo observa con los ojos inyectados en sangre. Pide a la secretaria que le deje entrar, pero ella lo rechaza porque el jefe dice estar demasiado ocupado. Arturo irrumpe sin más dilación en la sala, las prostitutas se visten a toda prisa y el cabrón de su jefe empieza a gritar como un energúmeno. Arturo trata de exponerle la situación con toda la calma con la que es capaz de hacerse, pero el otro no entra en razones. La empresa anda mal de pasta, deben mucho dinero a ciertos clientes, tienen que recortar en personal... Nuestro amigo se enciende, agarra un pisapapeles y golpea fuertemente con él al pedazo de cínico, el cual cae al suelo desnucándose al momento, mientras las pilinguis gritan y salen despavoridas.

Arturo sale detrás, echa a correr, y sigue corriendo, oye sirenas a lo lejos y se esconde en un callejón en lo que para él supone un breve periodo de tiempo. En estado de shock, son más de ocho horas las que pasa allí, y reemprende camino a su casa una vez las calles se han vuelto más tranquilas. Sube las escaleras hasta el quinto piso con la mirada ausente y las manos  aún manchadas de sangre, sin apenas recordar nada de lo ocurrido. No hay nadie en casa. Marta debió salir a hacer recados y los niños aún no han regresado de la biblioteca donde pasan las horas estudiando para poder emigrar a Alemania o Francia.

Sale al balcón, respira profundo el aire frío de este final de otoño. Se encuentra tranquilo, sereno. Por primera vez en muchos años no está agobiado. Siente como si hubiera encontrado la solución a todos sus problemas. Saca un pie al otro lado de las barandillas, después el otro, cierra los ojos y se deja caer hacia adelante... Cinco pisos en caída libre que duran una eternidad. De camino al suelo despierta de su letargo y recuerda que tiene una familia que depende de él. Demasiado tarde. El cuerpo yace en la acera, el suelo lleno de sangre y la mitad de sus sesos esparcidos por la calle. Ya no volverá a salir el sol. Ya no volverá a llorar, ni a humillarse, ni a dejarse pisotear...